lunes, 23 de mayo de 2022

Motomami, o el insólito e inesperado sabor de tus propias heces


Artículo de Ruta 66

Lleva uno asistiendo, desde hace tiempo, a un curioso fenómeno: la presencia no deseada –ergo, intrusión- en diversos foros de debate afectos al rock, de una serie de músicas y sujetos hasta hace poco tan ajenos como improbables. La presencia de esas cosas que atienden por trap, reggaetón, electro bachata y no sé cuántas hostias más. Perreos diversos, ante los que uno se sentía inmune a menos que le asaltaran a traición en comercios o bares sin advertencia previa.

Pero he aquí que de un tiempo a esta parte se lleva dando este fenómeno al que aludía; que no es otro que la invitación, voluntaria o por defecto, de todas estas mierdas en tu propia casa. Contertulios que creías sensatos, columnistas de digno pasado y en general todo tipo de gente que creías sana, mentalmente equilibrada y de probado buen gusto en lo musical, te reivindican a gangosos, petardas y canis traperos con una efusión digna de mejor causa.

Todo ello desembocando, recientemente, en la madre de todos los disparates: la última charlotada de Rosalía y los ríos de heces líquidas plasmadas marrón sobre blanco en periódicos, revistas y pantallas. Evidentemente y aunque desde la autoimpuesta distancia, no pudo uno sustraerse completamente a la avalancha de memeces, gansadas y paparruchas que se han llegado a escribir sobre lo que es, a todas luces, un disco imbécil. Un soniquete para gilis. Una puta mierda, en definitiva.

Desde los que han creído ver en Motomami (solo escribir el título me da la risa tonta) una gamberrada genial hasta los que apuestan por la valentía vanguardista, la evolución inteligente y el futuro de la música popular, del primero al último –escribas y fans, critiquillos y audiencia, público todos ellos– han mostrado sin reparos su miedo. Porque ahí está el meollo del asunto: el miedo. Un miedo atroz, un terror inenarrable, abisal, a quedarse en el apeadero. A no estar al día. A que sus convecinos de Facebook o twitter –o lo que es peor, sus propios hijos, ay- les tilden de aquello en lo que más temen convertirse.

Es el público rock un ente mutante que va perdiendo piezas por el camino cual vetusta locomotora. Unos desertan por las complejas conciliaciones en la vida familiar, otros porque ven poco serio seguir haciendo air guitar frente a un escenario a ciertas edades y otros porque, simplemente, nunca sintieron el rock de verdad y, como moda juvenil y pasajera, la fueron sustituyendo por cosas de las que podían hablar con los otros papis del cole sin pasar vergüencita. Allá cada uno, sus razones tendrán y mi desprecio no tiene por qué discriminar a nadie. Pero lo que no puede ser es que uno quiera permanecer en la logia y, a la vez, se presente sin recato con el gorrito y la camiseta grunge del señor Burns. Es intolerable y hasta indecente que esté uno en animada conversación sobre las últimas novedades de rock, blues o country y salga Motomami (pffff) a morderte los bajos del pantalón y frotarse impúdicamente contra tu pantorrilla. Los argumentos que he tenido la desgracia de leer o escuchar a raíz de todo este desafortunado asunto del pollastre teriyaki, el abecedario y la hostia en verso, insultan la inteligencia más paciente.

Los hay quienes se han dedicado a vomitar pestilentes opúsculos trazando demenciales equivalencias, influencias, referencias y mil encias más, buscando en los ritmos y rimas mongoloides de Motomami (joder, es que no puedo) nombres y escenas de la música popular pretérita, al tiempo que aseguran saber los caminos que tan osado y arriesgado trabajo abrirá en el futuro de la misma. ¡Uh, ah!

Otros, por el contrario, aseguran que no hay tal nivel de excelencia musical ni intelectual sino que lo que hay que entender, por si no lo habías entendido –gñé- es que esto es cultura popular, de baja estofa pero tan reivindicable como el entretenimiento para las élites. Vamos, gente que viene a explicarnos en pleno 2022 que existe una cultura trash y que hay que disfrutarla, eso sí, desde el distanciamiento frívolo y la mirada irónica. No me digas, José María…

Pero ojo, que también hay quien habla abiertamente de autoparodia y transgresión, como decía antes, gamberra. Una nueva vuelta de tuerca al viejo truco de épater le bourgeois, como si la zagala esta fuera un trasunto de Bowie o Zappa, y aquí paz y después gloria.

Y para rubricar esta y muchas otras imbecilidades, la joya de la corona. La guinda en el pastel. El argumento definitivo. Porque has de pensar que, despreciando el nuevo disco de Rosalía y por extensión, buena parte de todo esta cochambre petarda y analfabeta, estás perpetuando un rol que viene de atrás. Concretamente de cuando tus padres te decían lo mismo a ti cuando escuchabas a los Stones, Zeppelin, The Clash o los Stooges. Una argumentación dialéctica que roza la indigencia mental, ni que sea por comparar London Calling o Beggars Banquet con Motomema.

Todo ello, resumiendo, para esconder ese miedo que decíamos a que te tilden de inmovilista, de dinosaurio y de reaccionario. Todo ello para no decir, en ningún caso, que este disco –y todos estos estilitos- son un cagarro del tamaño de un antebrazo mesozoico. Todo ello por ese otro miedo, tan atroz como el anterior, a decir nada que moleste, que sea considerado poco respetuoso con los gustos ajenos, que suene agresivo y hasta insultante. Porque no olvidemos que en esta época de idiocia generalizada, muchos de los antiguos talibanes han devenido en seres de luz tan empáticos que lo ven todo, absolutamente todo, a través de la famosa dolora de Campoamor. Ay chato, es que nada es verdad ni es mentira, todo es según el color blablablá. No comparto tu opinión pero la respeto tantísimo…¡hostia puta santa, ya vale!

Un buenismo tan hipócrita como pueril, más falso que un billete de tres euros. Que te castren en la pubertad pues mira, todavía puedes tirar palante en alguna escolanía; pero a según qué edad, escoger cercenarte las pelotas porque es más fácil que llegarte a las uñas de los pies, es muy triste. Si tienes las tijeras en las manos clávalas en la yugular y acaba con tanto sufrimiento, troglodita a tu pesar.



Hazlo ya, porque piensa que pretender subirte al carro de Motomami es tan dramático como salir del H&M con una camisa de talla M cuando hace tiempo que la XL te va justica. Es implantarte pelo y que se te siga viendo maltrecha la porcelana. Es llevar zapatos sin calcetines y comprarte vinilos de jazz en El Corte Inglés. Es correr por el andén arrastrando el culo, para acabar igualmente perdiendo un tren que no admite gente como tú, mientras desde el bar de la estación los carcamales de verdad pedimos otra ronda y nos reímos de tu patetismo.

Va siendo hora, pues, de ahuyentar a todos estos personajillos de los auténticos foros de rock. Va siendo hora de reivindicar el derecho a gritarle a las nubes y cagarnos en lo que no nos gusta. Va siendo, hora, en definitiva, de señalar a los disidentes. Ponerles un brazalete y deportarlos al país de los tolerantes, los inquietos y los modernos eternos. Un lugar árido, repleto de emanaciones sulfurosas, en el que los maduritos ex rockeros se pasean ufanos, sin percatarse de las risas y las chanzas que les dedican unos jovenzuelos que, juventud divino tesoro, no necesitan coartadas intelectuales para disfrutar de su propia coprofagia.



Ernest Pomar