.Celebración de la proclamación de la II República el 14 de abril de 1931.Universal History Archive (Universal Images Group via Getty) |
Gutmaro Gómez Bravo
14 abr 2023 - 03:30 UTC
EL PAÍS
No se puede seguir considerando la experiencia republicana española como la antesala de la Guerra Civil, sino como el comienzo de la democracia
La enorme tragedia que supuso la Guerra Civil y el peso de los mitos fundacionales de la dictadura, de la educación y de la propaganda franquista han provocado que la Segunda República española se siga viendo como causa y antecedente directo del conflicto armado que fracturó a los españoles; aunque hace tiempo que ha sido desmentida por la historiografía, la visión de una guerra inevitable, fruto de los desmanes de la República, permanece en el imaginario colectivo. Son muy pocos, de hecho, los estudios que no enfocan retrospectivamente el período republicano desde su trágico final. Una de sus principales razones entronca con la periodización clásica de la historia de España. Consolidada en los libros de texto a lo largo de los años 80 y 90, su parcelación en sucesivas secuencias sigue prácticamente intacta: la Segunda República (1931-1936), la Guerra Civil (1936-1939), el franquismo (1939-1975) y la Transición (1975-1982). De este modo, de forma consensuada, seguimos reproduciendo un esquema mental heredado, en el que la República llevó a la Guerra Civil. Esquema que se extiende y manipula a gran velocidad en el mundo digital y las redes sociales, por lo que es cada vez más importante mostrar el significado que tuvo la Segunda República en tiempos de paz.
Su historia se puede entender como parte de un proceso anterior sin necesidad de eludir el conflicto bélico. Del agotamiento de la Restauración y de la crisis de la monarquía, tras la solución autoritaria de la dictadura de Primo de Rivera, emerge el proyecto de modernización republicano vinculado a la europeización, la democratización y los derechos como instrumentos necesarios para la transformación legal del país. Hay que partir de la realidad social y económica de las primeras décadas de siglo XX, para situar sus políticas reformistas y las expectativas que generaron. El primer régimen democrático de la historia de España estuvo caracterizado por una amplia participación política, hasta el momento restringida solo a una minoría. Sus motores de cambio quedaron recogidos en la Constitución de 1931, aprobada en Cortes Constituyentes, que, además del parlamento unicameral, sancionaron el sufragio femenino y la edad electoral a los 23 años. Daba comienzo un ambicioso paquete de medidas que abarcaban múltiples aspectos, desde la reorganización militar, la reforma agraria, un nuevo marco de relaciones laborales y de derechos civiles para hombres y mujeres, a la separación Iglesia-Estado, la educación pública y la difusión de la cultura, así como la puesta en marcha de una nueva articulación territorial en torno al llamado Estado integral. Un proceso de descentralización que descansaba en la reforma del Estado y de la vida pública municipal. Todo ello tiene entidad suficiente para ser considerado y estudiado por sí solo, con independencia de la Guerra Civil. Los debates parlamentarios sobre las reformas y la propia Constitución, sin ir más lejos, son uno de los momentos más brillantes del pensamiento político español. Y, sin embargo, han sido desplazados por el énfasis en demostrar el desgaste inicial y la pérdida progresiva de apoyos del proyecto republicano. Otro tanto ocurre con las resistencias y los límites de las reformas impuestos por los sucesivos gobiernos de coalición, que, a menudo, dirigen la cadena de acontecimientos que conducen al golpe de Estado de julio de 1936.
Más que una reconstrucción del periodo, ha podido la evaluación del proceso reformador en términos actuales de democratización. Desde el principio se ha mostrado un choque de enemigos ideológicos, cuando no fue necesariamente así. Un enfrentamiento entre favorables y contrarios a las reformas dirige la evolución del “caos” republicano hacia una conflictividad sostenida y creciente. La Sanjurjada, Casas Viejas y, sobre todo, la Revolución de octubre de 1934 se convierten, automáticamente, en bloques revolucionarios y contrarrevolucionarios, que aplican sus respectivas “lógicas” violentas, tanto en las elecciones de febrero de 1936 como en el posterior golpe militar, haciendo inevitable la guerra. Las reformas tuvieron que enfrentarse a una fuerte resistencia y oposición desde el principio, es cierto, pero también a otros muchos factores derivados del marco internacional, que suelen pasar desapercibidos en la secuencia clásica. Marcado por los efectos de la crisis económica mundial del 29, el paro agrario se disparó. La conflictividad social fue en aumento, al tiempo que las demandas y acciones del movimiento obrero se radicalizaban. Movimientos y partidos de masas como el fascismo o el nazismo alcanzaban el poder y extendían su dominio. La democracia, en retroceso en todo el continente, se desarrolló en una situación política y social muy compleja, en la que, sin embargo, floreció un brillante momento de la cultura y las bellas artes, impulsadas por la reforma educativa y científica republicana.
Frente a la imagen que ha predominado hasta ahora, la de un proyecto fallido por la violencia política, hay que entender que la Segunda República fue, para muchos de sus coetáneos, el primer intento de solucionar los conflictos de forma pactada y pacífica. Una lectura, una secuencia necesaria todavía para la normalización del periodo. En ese contexto de cambio legal, marcado, también, pero no solo, por la tensión y la división creciente de la sociedad, se desarrolló la dinámica reformista republicana. Lejos de visiones tremendistas o mitificadas, de utilizaciones presentistas, hay que analizar esa etapa como la del comienzo de la democracia, no solo para la clase política sino para el conjunto de la sociedad española. Es necesario ver las dificultades y los errores de aquel tramo, sus fallos e imperfecciones, sobre todo en el mantenimiento y control del orden público, pero no se puede seguir considerando como la antesala de la Guerra Civil. La mayoría de los regímenes republicanos surgidos en Europa al término de la Primera Guerra Mundial habían desaparecido a comienzos de los años treinta ante el empuje de los movimientos autoritarios. Nadie les acusa hoy por ello. La causa principal de la guerra fue el fracaso del golpe militar y la ruptura del Ejército. Su extensión geográfica y la intervención extranjera derivaron en un largo conflicto que sentó las bases de la dictadura franquista. La Guerra Civil fue, por tanto, el arranque del franquismo, una nueva secuencia que puso fin a la breve experiencia republicana.
Gutmaro Gómez Bravo es profesor titular de Historia Contemporánea y director del Grupo de Investigación Complutense de la Guerra Civil y el Franquismo.