Franco, en su despacho, en una imagen publicada en la revista 'Berliner Illustrirte Zeitung' en 1937. Sobre la mesa, una fotografía de Hitler.ullstein bild / Getty Images |
GUTMARO GÓMEZ BRAVO
20 DIC 2023 - 05:30 CET
El País...👈
El reciente libro del periodista Miguel Platón, La represión de la posguerra. Penas de muerte por hechos cometidos durante la guerra civil. (Editorial Actas, 2023), trata de acercarse a la represión franquista desde la óptica conservadora actual. El uso que hace de las fuentes es deontológicamente como mínimo discutible. Ni es riguroso ni se ajusta al contexto. Ya lo hicieron hace décadas historiadores militares que procedían del propio ejército franquista como Salas Larrazábal o Martínez Bande. Se atrevieron, con todas las limitaciones de entonces, a criticar los excesos, siendo los primeros en dejar de justificarlos. Posteriormente, en los años ochenta y noventa, la historiografía española realizó un gran salto en la misma dirección para tratar de conocer la cifra de víctimas de la guerra civil y de la posguerra. Comenzaba un proceso de recuento desigual que aún no puede darse por concluido. La metodología unificada en el estudio de la represión comenzó a forjarse en las dos décadas siguientes, al hilo de la desclasificación de documentación del Ministerio del Ejército. Gracias a ella, hoy pueden consultarse más de medio millón de consejos de guerra en los archivos militares; volumen que por sí solo pone en tela de juicio la cifra de 15.000 ejecuciones que señala este libro y que supone un claro ejemplo de tergiversación histórica.
El estudio no recoge estos datos, tarea imposible para un solo investigador, y se centra en la información de la Asesoría Jurídica del Ejército sobre indultos y conmutaciones conservada en el Archivo General Militar de Ávila. Una documentación muy valiosa y apenas trabajada, es cierto, pero que es necesario criticar como todas las fuentes. Analiza, en particular, los libros de registros de las sentencias. Se trata de tres volúmenes aceptados como estadística fiable, que, sin embargo, tienen varios aspectos cuestionables para un estudio histórico.
En primer lugar, la cronología. La primera resolución es del 10 de septiembre de 1940 y la última corresponde al 28 de noviembre de 1975. No hay ningún registro, por tanto, hasta transcurrido un año y medio del fin de la guerra. Queda fuera del cómputo el grueso de la represión, especialmente la que correspondió a la Auditoria de Guerra de las tres grandes ciudades republicanas: Barcelona, Valencia y Madrid. Igualmente, tampoco están representadas las provincias de Elche, Alicante, Murcia, Albacete, Ciudad Real, Jaén o Almería, donde fueron concentrados la mayoría de los prisioneros del Ejército Republicano.
El segundo problema tiene que ver con el contexto. El libro atribuye el origen de esta documentación a una orden del propio general Franco para acelerar las conmutaciones de las penas de muerte, cuando en realidad se trata de una reordenación de todo el edificio de la justicia militar. El 5 de septiembre de 1939, se crea el Consejo Supremo de Justicia Militar. Una de sus funciones era unificar la resolución de las peticiones de indulto simplificándolas en tres categorías: “devuelto” (expediente devuelto), “conmutado” (perdonado por la pena inmediatamente inferior) y “enterado” (ejecución de la pena).
El problema de nuevo aquí es el grado de parcialidad de la fuente y de la interpretación de los marcos legales del momento. Desde el 21 de mayo de 1940, la secretaria general de la asesoría jurídica del Ministerio del Ejército se encargaba de tramitar todas las penas de muerte. Tras separarlas por auditorías de guerra, las enviaban a cada capitanía general. Luego cada capitanía general, a su vez debían remitir cada 15 días a la asesoría el volumen de sentencias que habían cumplida y explicar por qué no las habían cumplido. Esta era la orden: “Los días 1 y 15 de cada mes remitirán relación de los ‘Enterados’ recibidos y que no se hayan cumplimentado, expresando el motivo por el que no se hayan cumplido aún”. En el libro se interpreta que esta orden de Franco favorece la conmutación. Y en realidad lo que hizo fue acelerar el cumplimiento de las sentencias de muerte.
Borrón y cuenta nueva
Por ejemplo, el 15 de agosto de 1940, según las propias capitanías, había 10.627 reclusos con sentencia de muerte firme, esperando una ejecución inminente. Pero los registros utilizados aquí comienzan a finales de septiembre de ese mismo año. Ninguno de ellos, por tanto, está incluido en la suma de “enterados” de este libro, como tampoco los anteriores desde el final de la guerra. El cómputo empieza justo después de esta modificación. Borrón y cuenta nueva. Franco, por tanto, no ordenó una conmutación general de las penas de muerte, sino su centralización en aras del cumplimiento de las ejecuciones. La historiografía las ha situado en 50.000 una vez terminada la contienda.
Los historiadores cifran de momento en más de 150.000 las ejecuciones, mientras este estudio habla de solo 15.000
La cifra provisional, que no puede aislarse de su origen, julio de 1936, como tampoco de los libros de registro de los cementerios, ni de las sentencias de los Consejos de Guerra, alcanza los 150.648 muertos. Aunque a partir de septiembre de 1940 se centralicen los “enterados”, el cumplimiento de las penas de muerte sigue siendo claramente ascendente, como demuestran también los propios datos del libro.
El relato, mientras tanto, permanece. Esta rebaja considerable del perfil represivo del franquismo, resaltada en el prólogo por el historiador Stanley Payne, cumple una función no menos inquietante al asegurar que todos estos ejecutados eran criminales de guerra. La imagen que proyecta el libro, desde el propio subtítulo, retoma la versión oficial de la dictadura por la que solo habrían sido juzgados aquellos “con las manos manchadas de sangre”.
La mayor parte de los represaliados, sin embargo, procedían de la población civil, eran vecinos que habían permanecido o habían vuelto a sus localidades, sin tener puestos relevantes de responsabilidad política o militar. Considerados, tratados y condenados como delincuentes comunes, la mayoría de sus familias tuvieron que abandonar sus lugares de origen, cargando con un estigma que sigue siendo su pena más larga y duradera hasta hoy. La violencia cometida en el territorio republicano durante la guerra, igualmente estudiada y medida todavía de forma provisional, no puede ser justificada en ningún caso, ni tan siquiera por la ruptura total que supuso un golpe que provocó el hundimiento del estado y el comienzo de la guerra.
Tampoco sirve de nada aumentar y extrapolar la represión franquista de forma artificial para compararla con los modelos de nazis o soviéticos. La comprensión de nuestra época reciente más oscura no puede hacerse utilizando argumentos, calificativos ni justificaciones de aquel mismo periodo. Tampoco es de esperar que dejaran las pruebas y las evidencias escritas para que fueran reproducidas intactas algún día. El estudio del franquismo se ha caracterizado por todo lo contrario. Aunque ya somos varias las generaciones que no la vivimos, parece claro que, como sociedad, no hemos asumido aún el impacto de aquella violencia.
Gutmaro Gomez Bravo es historiador. Autor de ‘Geografía Humana de la represión franquista. Del golpe a la guerra de ocupación (1936-1942)’ (Cátedra, 2019).