sábado, 14 de octubre de 2023

La CEDA y la Segunda República

 

Cartel de la CEDA de las elecciones de 1936

ROBERTO MESA

12 OCT 1977 - 00:00 CET

EL País

Rehacer, lenta y escrupulosamente, la historia contemporánea no es tarea fácil, tras cuarenta años de silencio impuesto. El silencio, la ignorancia, nunca fueron buenos métodos de conocimiento; menos aún, el error y la deformación de la realidad. No obstante, en los últimos años del franquismo y, en los primeros del posfranquismo o de la predemocracia han surgido estudios valiosos que ayudan a componer nuestra desarticulada memoria colectiva. La tarea es fácil cuando se trata de la selección de unos hechos que sólo interesan como piezas de museo; pero, por el contrario, es labor muy complicada cuándo es preciso analizar fenómenos que, por su enraizamiento económico y sociopolítico, no pertenecen al pasado, sino que han resistido al paso del tiempo y, soterrada o descubiertamente, han. venido actuando y conservando su vigencia desde comienzos de siglo, por encima de transformaciones sociales, cambios de régimen, golpes de Estado, guerra civil.

La CEDA

El catolicismo social y político en la Segunda República. José R. Montero. Ediciones de la Revista de Trabajo. Dos volúmenes. Madrid, 1977.

Este es el caso concreto de la Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA); que, con todas las reservas del calificativo gastado por el uso, ha sido estudiada exhaustivamente con una metodología científica, marxista, por el profesor José R. Montero. Evidentemente, no es el primer ensayo dedicado al tema; conocidos son, entre los más recientes, los de O. Alzaga y J. Tusell; en estos dos casos, y otros que por su menor entidad no vienen al caso, se con templa el fenómeno CEDA desde una óptica marcadamente circunstancial: configuración de una trayectoria demócrata cristiana que, en 1973 y 1974, respectivamente, se ofrecían como alternativa conservadora al franquismo agonizante. Se trataba, en último extremo, de la obra de dos jóvenes políticos, también profesores, directamente comprometidos e interesados con la alternativa en cuestión: Oscar Alzaga, (La primera democracia cristiana en España) ,y Javier Tusell (Historia de la democracia cristiana en España).

La obra de J. R. Montero, desde una óptica adversa, tiene dimensiones muy distintas. Su objetivo es detectar las raíces del catolicismo social y político en la Segunda República y dejar al lector con el ánimo tenso, la tarea de promulgar una labor imaginativa y reflexionar sobre el hecho eclesial en nuestra patria. Esta invitación, expuesta científicamente, elimina todo tipo de extrapolación y prohíbe a todos cualquier incursión en el túnel del tiempo, quiero decir que, en modo alguno, la lectura de este libro sugiere un ajuste de cuentas ni mucho menos, una interpretación de conductas personales confundiendo datos y circunstancias históricas en meridianos diferentes.

De las muchas impresiones que produce el libro comentado hay una que, por su importancia, se impone a todas las demás: la CEDA es el paradigma del comportamiento político de la derecha católica española; no es un dato aislado, ni tampoco un epifenómeno; es un modelo de respuesta a un reto determinado, la Segunda República, que pone en peligro sus intereses materiales y sus valores ideológicos. La CEDA se presenta, en esta fase crítica, como una visión, renovada, dinámica y agresiva, de lo que se ha dado en llamar catolicismo social y que, hasta entonces, había presentado escasos rasgos de modernización, y una absoluta inadecuación, perfectamente lógica por otra parte, con el ascenso del proletariado en España.

Tras las elecciones. municipales de abril de 1931, ¿cómo responde la derecha conservadora ante la nueva forma de gobierno? A grandes rasgos, sólo caben dos posturas: una, la de los monárquicos constitucionales y tradicionalistas que, sencillamente, cuestionan y combaten el sistema republicano; otra, precisamente, el sector que se nucleará en torno a la CEDA, que aparentemente no hará cuestión de la forma de gobierno, sino que tratará, por medio del sufragio universal, de conquistar el poder para, desde él, transformar el Estado.

El planteamiento de Gil Robles

Sabido es, por demás, el planteamiento de Gil Robles, líder de la CEDA, sobre la accidentalidad en las formas de gobierno; en el mitin celebrado en el teatro Fuencarral, en marzo de 1933, afirmaba: «Antes que la forma defendemos el contenido; antes que lo perecedero defendemos lo eterno; antes que a las formas defendemos a Dios. » Expresiones cuya carga literana no conseguían disimular su ambigüedad; era, con una sintaxis distinta, la materialización de la declaración de principios de Ángel Herrera: « La cuestión de la forma de gobierno queda, pues, en suspenso para nosotros» (El Debate, 23-IV-193l). Queda claro que, suspensivamente, Acción Nacional, primero, y la CEDA, después, aceptan el juego republicano. La pregunta inmediata es simple: pero ¿hasta qué punto eran aceptadas las reglas del juego? Cuando Fernando de los Ríos pone su firma al pie del decreto sobre libertad de cultos, la respuesta es inequívoca: «Con el orden y con la ley nos basta para poner a las tres cuartas partes de España en pie, en defensa de la religión, que no ha sido derrotada el 14 de abril» (El Debate, 12-VI-1931). Como ha escrito Tuñón de Lara, es «la religión como bandera de combate». Es decir, se acepta del sistema republicano todo lo que ofrece para dinamitar, desde el interior, sus mismos cimientos. Gil Robles, años más tarde, escribiría sobre el planteamiento de, su jefatura política, tras las elecciones legislativas del 28 de junio de 1931, cuando explica las finalidades que persigue Acción Nacional y que, luego, asumiría la CEDA. Su objetivo tercero rezaba así: «Acostumbrarlas (a las derechas) a enfrentarse con la violencia izquierdista y a luchar, cuando fuera necesario, por la posesión de la calle. » Y agrega Gil Robles: «Fue lamentable, desde luego, tener que imprimir a toda nuestra actuación política esa tendencia combativa, que podía acabar en un choque armado. Mas, por desgracia, el camino se hallaba trazado por quienes, en nombre de principios liberales y democráticos, tan sólo aspiraban al aplastamiento del adversario. Para la opinión contraria, el dilema se dibujaba con claridad trágica: defenderse o sucumbir. Así planteadas las cosas, me propuse dar a las derechas españolas una fuerza que les permitiera exigir el puesto que en justicia les correspondía en la gobernación del país, para intentar después una política conciliadora y de convivencia, en un plano de igualdad con los partidos de izquierda. Debo reconocer con verdadero dolor, que si el primer designio se logró plenamente, no pudo evitarse el fracaso en el segundo» (No fue posible la paz, Barcelona, 1968, página, 65).

Con este discutible accidentalismo, que ha llevado a Paul Preston a preguntarse: ¿aceptación o sabotaje de la República?, se materializaría el paso de Acción Popular a la CEDA como partido republicano; caracterizado por J. R. Montero en los siguientes términos: «Así, pues, la idea de un partido político confederal que estructurase a todas las asociaciones políticas antirrepublicanas en su seno es una idea que emana de los representantes de la derecha católica» (I, página, 279). Este mínimo ideario presidiría la celebración del Congreso de Derechas Autónomas de febrero-marzo de 1933.

La dialéctica que, en situaciones críticas, conduce a la burguesía a soluciones no democráticas es sobradamente conocida. ¿Escapó la CEDA a la tentación totalitaria? Este es un extremo que el posterior desarrollo histórico relega al campo de las probabilidades. Sabidas son las posiciones sinceramente republicanas y democráticas de hombres como Luis Lucia y Manuel Giménez Fernández; sin embargo, estas posiciones fueron minoritarias en el seno de la CEDA, que, en más de una ocasión, experimentó la atracción ejercida por las experiencias, alemana e italiana de la época. Gil Robles, a su regreso del Congreso de Nuremberg y tras una breve estancia en Berlín y en la Casa Parda, de Munich, en 1933, afirmaría: «Insisto. En los movimientos racista y fascista, aparte de ciertas cosas inadmisibles, hay mucho de aprovechable, a condición de amoldarlo a nuestro temperamento y empaparlo de nuestra doctrina.» Más avanzada en esta proclividad, sería la JAP (Sección Juvenil de la CEDA) que gustosamente adoptó para sus celebraciones, congresos y concentraciones públicas buena parte de la liturgia fascista, y cuyo exponente más nítido fue el Congreso de El Escorial de 1935. Ecos inequívocos contiene el famoso juramento japista: «¿Prometéis obediencia a nuestro jefe supremo, don José María Gil Robles, siguiendo con paso firme, el camino que nuestro jefe señale, sin discusiones y sin vacilaciones?». Sería pueril disimular la analogía evidente invocando vagas exáltacines juveniles. No obstante, la CEDA, por su esencial componente católico, no podía asumir plenamente el nacionalsocialismo alemán o el fascismo italiano. No en balde, en el Congreso de1933, entre otras declaraciones solemnes, se proclamaba que la CEDA, «se atendrá siempre a las normas que en cada momento dicte para España la jerarquía eclesiástica en el orden político-religioso». Esta anacrónica simbiosis entre el orden espiritual y el orden temporal, la contradicción permanente motivada por la asunción de una forma de gobierno intimamente rechazada la tensión dialéctica Producida por el enfrentamiento entre la violencia y el sistema democrático, perfilarán desgarradoramente a la CEDA; que, por una parte, asumirá plenamente su ideario contrarrevolucionario (abandono, de Giménez Fernández y la ley de Yunteros) y, por la otra, seguirá creyendo en la posibilidad de un corporativismo según el modelo austríaco (haciendo suyos implícitamente el antiparlamentarismo y la violencia estructural del ejemplo Dollfus).

Un partido instrumento

Ahora bien, tras la lectura de la obra comentada, sobrenada la sensación de que la CEDA fue, al margen de otras muchas cosas, un partido instrumento; en otras palabras, que su aparato dominante no era una emanación del propio partido, sino la plasmación circunstancial de algo que no comienza en 1931 y que tampoco, desaparece con el decreto de unificación franquista. Jerarquía eclesiástica, y burguesía española generan, en su momento preciso, la, CEDA y la corona, cohesionan y controlan mediante unos aparatos modélicos. Entre otros, por mencionar sólo los más sugerentes, El Debate, diario madrileño que en cabeza toda una importante cadena de diarios de provincias, y la Asociación Católica, Nacional de Propagandistas (ACN de P). La concatenación de fechas no es fruto del azar: en 1909 tiene lugar la primera imposición de insignias a Propagandistas; en 1910 nace El Debate; dos años después, en 1912, se crea la Editorial Católica, sobre cuyo funcionamiento y sumisión a la jerarquía eclesial tan cumplidamente informa A. Sáez Alba (La otra «cosa nostra». La ACN de P y el caso de «El Correo de Andalucía.», París, 1974). Más tarde, en 1929, nacía la agencia Logos.; finalmente, en 1933, veía la luz primera en Madrid el CEU (Centro de estudios Universitarios). Pues bien, El Debate, bajo inspiración y dirección de Ángel Herrera, será el órgano de expresión de la CEDA; El Debate señalará el rumbo por el que deberá transitar el partido.

Reformismo y contrarrevolución

Por parte, los Propagandistas no se reducirían a ser los simples compañeros de viaje de la CEDA.La ACN de P, fuertemente inspirada por la Compañía de Jesús, con un criterio rigurosamente elitista en la selección y en la formación de sus miembros proporcionará a la CEDA sus cuadros dirigentes. Escribe Montero: "Con muy pocas excepciones, los Propagandistas se instalaron en los puestos fundamentales de gestión del partido." (II, página, 498), La ACN de P fue, fundamentalmente, el grupo de cohesión de la CEDÁ; dato que se comprueba examinando la composición del Comité Ejecutivo del partido, dominado por los Propagandistas, y el número de éstos que acudieron a las distintas elecciones bajo las siglas de la CEDA y ocuparon escaños parlamentarios. Todo este complicado entramado, aunque de líneas ideológicas diáfanas, fue la CEDA, el partido del catolicismo social que durante la II República navegó desde el reformismo hasta la contrarrevolución. El 18 de julio de 1936 pondría fin a la experiencia parlamentaria, pero la historia y la ideología continuarían inmarchitables: «En fin, para quien todavía tuviera dudas, la guerra civil fue como la inmensa y trágica dilucidación de lo que quiso ser la CEDA, de lo que fue y, sobre todo, de lo que acabó siendo» (J. R. Montero, II, página, 267). Cualquier observador desapasionado de la realidad española deberá admitir, cuando menos, que la experiencia de la CEDA no fue baldía; historiador tan poco sospechoso como Carlos Seco no vacila al sentenciar « El alzamiento de 1936 sé hizo posible gracias a la labor de Gil Robles en el Ministerio de la Guerra.»

Cedistas-Propagandistas o viceversa proporcionarían, luego, infatigablemente, cuadros de todo tipo al nuevo Estado, incluso antes de que fuese Estado. Desde hombres como Serrano Súñer, en las carteras de Interior y Asuntos Exteriores, hasta el por tantos motivos, inolvidable ministro de Educación, Ibáñez Martín.