viernes, 20 de noviembre de 2020

Andrés Trapiello: “No hay vidas más importantes que otras, hay vidas bien o mal contadas“

El 4 de mayo de 1971, Andrés Trapiello (León, 1953) y su hermano no quisieron probar tarta en el cumpleaños de su padre. Fue la decisión más importante de su vida. Estalló una discusión violenta tras semanas de tensiones. La mesa se quedó en silencio ante los gritos de los tres, y sólo su tío, el cura, creyó cortés intervenir para gritar: “¡Yo he estado en una guerra, yo he estado en una guerra!”. Casi medio siglo después, Trapiello recuerda de ese tío suyo: “Era el hombre más bueno del mundo y en absoluto belicoso, pero no encontró un modo mejor de decirle a nuestro padre que contara con él si las cosas se ponían feas. Había sido sargento provisional; no sé quién pudo darle los galones”. Los hermanos Trapiello se fueron de casa en ese instante. A Madrid. El escritor se despidió de una chica que se encontró ese mismo día por la calle por segunda vez, la chica del coro. Ella lo acompañó al tren. “También dejaría este pueblo de mierda si tuviese valor”, le dijo. Él no la volvió a ver más. Muchos años después, un compañero de aquel coro le dijo que la muchacha se había suicidado y que había tenido un niño que se llamaba Andrés. “Vivirá acaso”, cuenta Trapiello en el libro Madrid (Destino, 2020), 500 páginas asombrosas sobre su vida en la ciudad, y la ciudad en su vida. Una memoria de Madrid, la ciudad desmemoriada, como pocas. Recibe Trapiello en su casa de la calle Conde de Xiquena el lunes 17 de noviembre. El sol entra por el salón. El escritor, protegido por una mascarilla, se deja caer en el sofá.

Pregunta. Cuenta en el libro que aquí debajo se vendió la primera heroína de Madrid.

Respuesta. El bar se llamaba el Tito’s, con apóstrofo, porque entonces eso lo encontraban en Madrid de lo más chic. Era 1978. Luego lo compró un cura belga, y lo convirtió en un bar de alterne de chicos. Le puso un nombre también muy bueno: Xanadú.

P. Y que movida viene de mover de droga.

R. Sí, eso era así. Movida era de moverse para ir a buscar droga. Se dijo muy al principio. Yo viví con uno que decía: “Bueno, te dejo, tengo que irme a la movida”, que era a comprar costo o perico, como él lo llamaba. Es curioso porque, cuando a Unamuno le hablaban de la ikurriña y de las esencias vascas, él decía que qué es eso de las esencias vascas, “si yo conocí al sastre que confeccionó la ikurriña que vivía en mi misma calle, no me hablen de esencias”, porque es algo de antes de ayer. Todo es de antes de ayer.

P. ¿Quién es esa persona?

R. [Sonríe] Uno de tantos, uno que se movía.

P. Escribe que en aquella época hay una renovación estética que lo es para distinguirse, pero también para liberarse.

R. Pero ahora es lo mismo, y vestís todos igual. No os dais cuenta, pero desde fuera se ve: los zapatos, las camisas, los pelos, las barbas. Todo el mundo tiene barba, como en el siglo XIX. Llegará un momento en que vuestros hijos detestarán las barbas y se dejarán un bigote a lo Clark Gable, no sé. Cada época, y cada generación, necesita distinguirse de la anterior para sobrevivir y para crecer. No puedes estar constantemente constreñido por el legado. La emancipación, en todos los sentidos, pasa también por la emancipación de la ropa y los suplementos.

P. Todo se recicla.

R. Es una de las teorías que yo tengo de Madrid. Como decía Cañabate, vamos de lamento en lamento, siempre estamos quejándonos de si han quitado esta cosa, o si han quitado la otra, o si han hecho esta cosa tan fea. Bien, pero todo acaba poniéndose bonito. El churrigueresco y ese barroco excesivo de Madrid los neoclásicos lo encontraban detestable y destruyeron lo que pudieron. A nadie se le ocurriría ahora tirar la fachada del hospicio donde está hoy el Museo Municipal. Incluso tiene una gracia inmensa, pues es un edificio que estuvo a punto de echarse abajo hace menos de cien años porque lo encontraban muy feo. A mí hoy los pantalones campana que yo llevaba me parecen espantosos, pero si mañana unos chicos los llevan me parecerá estupendo, porque lo que hace bonitas las cosas es el espíritu con que se viven, la juventud y la luminosidad con la que se vive eso. Hay muy pocas cosas feas, realmente, en cuanto a estética; morales hay muchas cosas feas. Y lo que encontrabas muy elegante al cabo de cincuenta años te da un cierto alipori, y al cabo de ochenta la gente lo vuelve a encontrar bonito. Estamos constantemente reciclando cosas que nos parecen espantosas.

P. Se ha estrenado Anatomía de un dandy, un documental sobre Umbral en el que se habla mucho de Madrid, como es natural. Y Ángel Antonio Herrera dice que la ciudad la describen, a finales de siglo, Sabina, Almodóvar y el propio Umbral.

R. Sí, claro. Pero en Madrid todo tiene una caducidad muy corta, lo que brilla lo hace como un fósforo: un fulgor que se agota pronto porque viene otro fulgor parecido. En los años noventa esos tres acaparan el fulgor de Madrid, pero ese Madrid se apaga inmediatamente y viene otro fulgor.

P. ¿Casi siempre de fuera?

R. Los de fuera a Madrid hemos venido por un lado a que nos dejen en paz, como dice tu paisano Rafa Latorre, y por otro a vivir. Como llegamos llorados de casa, la gente no te da la torrada constantemente y, como además es una ciudad donde no hay problemas identitarios de ninguna clase, no hay problemas de victimación.

P. Su libro es duro y tierno con la ciudad.

R. Es que la ciudad es oscura, pero el espíritu de los madrileños acaba haciéndola luminosa, y muy circulada, muy aireada. La gente no se fija mucho en lo feo de Madrid. Madrid es una ciudad que está constantemente destruyendo y, por contraste, es una ciudad donde los individuos están constantemente construyéndose. Esto es una paradoja, pero es así lo que ocurre. Madrid se está cayendo a pedazos siempre, pero al mismo tiempo es dónde más se ha construido. Y las gentes vienen a construirse y a hacer sus vidas. Y esa mezcla de las dos cosas produce esa impresión como de café irlandés, caliente y frío al mismo tiempo. Ese buen rollo es lo primero que perciben los forasteros.

P. Dedica unos párrafos al Madrid de Umbral y Cela.

R. Umbral conmigo se portó siempre maravillosamente. Le he encontrado un talento un tanto agreste, un tanto asilvestrado, pero lleno de fogonazos y de un cierto temblor. Cosa que no he encontrado en Cela. Así como Cela no me ha parecido nunca una buena persona, por lo menos literariamente, Umbral sí. Umbral era un hombre que se compadecía de las criaturas. Él es consciente de que sus libros solo pueden hacerse con los demás. Los libros de Umbral están hechos de gentes; los libros de Cela siempre los he visto hechos de Cela, y eso es lo que me separa de él. Hay una especie de desprecio a los personajes, por eso no entendía que se le dijera barojiano. Esto de la literatura es muy raro.

P. ¿Por qué?

R. Umbral detesta a Baroja y, sin embargo, es mucho más barojiano que Cela, que dice que le gusta mucho Baroja, cosa que no es verdad. Baroja sí tiene un punto de ternura hacia los personajes. En La busca, La lucha por la vida… esa trilogía es la novela cervantina del siglo XX.

P. Galdós.

R. Es el gran historiador de esta ciudad, el que más la ha humanizado. A Mesonero Romanos, por ejemplo, le interesan las piedras, las casas, el catastro, el urbanismo. A Galdós lo que le interesa son las personas. Lo que ocurre es que a las personas las pone en un decorado y ese decorado es Madrid y no sale en primer plano. Tú cuando estás leyendo Fortunata y Jacinta lo que te interesa es Fortunata, no la calle San Pedro, la Cava Baja, o el Rastro, que salen también. A quien sigues es a Fortunata. Pero el paisaje de Madrid que le da Galdós a sus personajes es también un paisaje moral. Es un paisaje estético que realza la belleza o el carácter de sus personajes. Y esto es lo que, en mi modestia, he tratado de hacer con el libro de Madrid.

P. Explíquese.

R. El libro de Madrid es un libro imposible de escribir, para mí por lo menos. Primero porque los libros de ciudades no se leen: impacientan, se hacen muy largos, buscas solo una pequeña cosa, la consultas y listo, y yo quiero escribir libros que se lean, no libros de consulta. Así que el libro de Madrid no sabía hacerlo de otra manera que contando una vida, que en este caso es la mía en la ciudad. Y un poco a la diabla, trenzando estos mimbres va saliendo el libro un adelante. Yo cuento mi vida y los lectores se interesan, porque los lectores se interesan por las vidas y los eruditos por otras cosas, como debe ser.


P. Tiene problemas con Larra.

R. Muchos. Larra es un escritor espléndido, de una lengua bastante cervantina, pero es un nihilista absoluto. Prácticamente no hay humanidad en él, es frío y calculador. Y además se suicida por una tontería, realmente. De puro nihilismo.

P. Bueno, tontería. Por amor.

R. En principio por una mujer. Yo le admiro muchísimo, me parece un retratista de la realidad fabuloso, pero se podría decir de él lo que decía Cervantes de La Celestina: “Libro a mi entender divino si no fuera tan humano”. A Larra se le podría decir lo mismo, escritor a mi entender divino, si no fuera tan humano. Es un hombre que dice que empieza a escribir porque le mueve la bilis. Yo no creo que de la bilis salga nada, de la bilis salen cosas biliosas.

P. ¿Era un romántico?

R. Es la figura por antonomasia del Romanticismo. Incluso el nihilismo, incluso el pistoletazo con el que se quita la vida. Si no hubiera tenido ese momento de ofuscación, un poco a lo tonto porque la víspera estaba hecho unas castañuelas… Es un suicidio que nadie se explica. Yo creo que se le fue un poco de las manos la cosa.

P. Usted estuvo presente en el desenterramiento de Azorín.

R. Ah, eso es fantástico. De las cosas más increíbles y menos azorinianas que he visto nunca. Azorín murió, el pobre, siendo una momia ya. Se conoce que se había conservado muy bien en la fosa y el alcalde de Monávar, que se asomó, le dijo al notario, juntando los dedos: “Clavado, está clavado”. El pobre notario medio vomitando, pálido completamente, porque tenía que ir a dar cuenta de que era Azorín, y decía: “No, no, vayan ustedes”. Estábamos como cuatro personas allí. Bajaron a la fosa dos sepultureros muy shakespearianos y oímos a uno que dijo, en lo más hondo de todo: “¿Lo quieren ustedes entero o a trozos?”. Todo esto era realmente siniestro pero tenía un lado purísimo: hacía un día azul, de primavera maravillosa de Madrid, y yo me acordé de que Azorín había estado en la exhumación de los restos de Espronceda y le cortó un botón al chaleco de Espronceda. Estaba también el alcalde, que era Rodríguez Sahagún, al que ya le habían declarado un cáncer y estaba ya un poco como Azorín. Y, a todo esto, la banda municipal atacando un pasodoble que se llamaba ‘El nuevo amanecer’. Esto es Madrid, esto lo sabe todo el mundo.

P. El caos.

R. ¡La mezcla! Desde el siglo XVII, desde que Felipe II llega a Madrid y en una misma calle hay tres conventos, una iglesia, siete tiendas, dos burdeles o casas de juego, y mucha gente que vive. Y todo eso en una calle de 30 metros, y se saludan, se conocen, se respetan. Esto ha pervivido hasta la actualidad.

P. En la Guerra Civil: “Una acera de la calle General Ricardos era nuestra y otra de ellos”.

R. De la Guerra Civil creo haber leído bastantes libros, pero de pronto te dice más de un asunto el testimonio de alguien anónimo que vivió ese momento, y ese detalle pequeño es mucho más gráfico que cuarenta tomos militares o políticos. Yo no he visto ninguna cosa más gráfica que esa descripción de General Ricardos.

P. Lo impresionante es que se supiera qué calle es, suelen levantarse cada pocos años.

R. Hay una cosa que me hace mucha gracia de Madrid: es una ciudad de la que hablan mal todos los madrileños, pero todos hablan muy bien de su barrio. El madrileño que ha venido de fuera, del campo, del terruño y que se instala en Madrid reproduce su pequeña provincia y sus pequeños hábitos allí donde está y eso le hace amar, y mucho, el barrio donde está.

P. Quizá más que a la ciudad, a las obras.

R. Obras hay en todas partes. La más importante que se ha hecho en Madrid, probablemente, es Madrid Río, y la cantidad de protestas que originó en un primer momento: que si era una obra faraónica, que si era una obra inútil, que qué vamos a hacer con el Manzanares. Hoy nadie podría prescindir de Madrid Río. Aquí en mi calle, en una de esas obras de verano, levantaron el asfalto y aparecieron los raíles del tranvía. Solamente eso te transporta al momento en que había tranvías y pensabas que ese tranvía sería el que cogía Antonio Machado para venir al café de las Salesas.

P. De Machado cuenta Alfredo Marqueríe que iba al barrio de San Antón a verse con una prostituta.

R. Se veía en la calle que para mí tiene el nombre más bonito de Madrid: Válgame Dios.

P. Y decía Marqueríe que se encontró con ellos, el poeta y la mujer, en una taberna de la red de San Luis, y que ella “se parecía de un modo estremecedor a la Leonor soriana”.

R. Igual que Leonor, sí.

P. Escribe que el día más importante de su vida es el día que llegó a Madrid.

R. Me bajé en la Estación del Norte. Me impresionó mucho la visión de la ciudad, de la que yo tenía solo la idea lejana de una excursión escolar. No me acordaba de nada y mi único conocimiento era por el Palé.

P. Así empieza el libro.

R. Con una maleta en un lugar donde se unen dos calles en el Palé y en mi vida, que es la Avenida de José Antonio —como se llamaba entonces a la Gran Vía— y la calle Leganitos; la calle más cara del Palé, y la más barata. El 5 de mayo de 1971, porque el 4 es cuando me echan de casa. Y cincuenta años después aparezco en un Comisionado de la Memoria Histórica de Madrid para cambiar las calles. Como un protagonista del Palé.

P. En esa comisión estaban todos los partidos.

R. Y el 95% o más de las decisiones que tomamos fue por unanimidad. Propusimos quitar el nombre de un franquista, pero pusimos el nombre de dos franquistas. Esto va contra la ley y estoy orgullosísimo de haber sugerido que se infringiera la ley y la ley se ha infringido en un pleno del Ayuntamiento dando una calle a Edgar Neville y otra a Mercedes Formica. Formidable. Ahora tienen calle contra la Ley de Memoria Histórica.

P. ¿Qué le parece la retirada de honores de Largo Caballero e Indalecio Prieto?

R. Largo Caballero no debe tener monumento, Prieto sí. El argumento en contra para mantener el monumento a Largo Caballero lo dio Paul Preston, que dijo: “Bueno, podría decirse de Largo Caballero que era un político mediocre, pero no un asesino”. Hombre, si tuviéramos que dar un monumento a todos los políticos mediocres en Madrid no podríamos salir de casa. Preston, que sale a defender a Caballero, lo hace como político mediocre porque no puede decir otra cosa mejor. Por tanto, ¿qué hace teniendo un monumento?

P. ¿Por qué dice sentirse viejo y nuevo en Las Vistillas?

R. Porque todos nos quedamos antiguos, pero lo importante es que vayas envejeciendo bien. Madrid, no se sabe muy bien por qué, envejece bien. Quizá porque se renueva. Y Las Vistillas es un ejemplo. Tiene un algo que es todavía muy humilde porque es donde empiezan los barrios bajos. Es el barrio más antiguo de Madrid, el barrio moro, porque lo otro era la ciudadela. Ha conservado siempre ese carácter modesto, popular. En las Vistillas se ponían los puestos de melones y sandías durante el verano, y a mí me parece, cuando voy allí, que ese Madrid provinciano todavía se conserva. Madrid el siglo XIX lo conserva muy bien, del XVII casi nada. Del XVIII muy poco. El XIX se conserva muy bien, entre otras cosas porque ha ayudado a conservarlo Galdós.

P. Cuenta cómo nace el Salón de Pasos Perdidos, sus volúmenes de diarios: “El día en que me dije que quizá valga la pena contar lo que me pasaba a gentes que tampoco esperaban que se lo contara”.

R. El diario es un lugar donde vives con reposo lo que has vivido, nada más. Con reposo quiero decir con reflexión y con intención, como en una obra literaria.

P. Un diario, dice, es un “tendría que haberle dicho, un tendría que haber hecho”.

R. Mis diarios no son una especie de desahogo, o un ajuste de cuentas, porque han pasado diez años y muchas de las cosas se han quedado muy antiguas. Se escriben como diarios y se publican como novelas precisamente porque les doy un sentido, cosa que la vida no tiene. Las vidas no tienen sentido. Tienen sentido las ficciones, por eso las novelas funcionan como ficción. En mis diarios, que ya son unas 14.000 páginas, de quien menos hablo es de mí.

P. Es mucha vida.

R. Una vez me preguntó alguien con mucha malicia que por qué alguien como yo, al que no le pasa nada, tenía un diario tan largo. Y le dije que porque hablo de gente como él y a mis lectores la gente como él les hacía muchísima gracia. Ese es el secreto de este diario.

P. La vida de un hombre corriente, entiéndase corriente como se quiera, puede tener tantas páginas como quiera. Perder un autobús contado con gracia pueden ser tres o cuatro.

R. Absolutamente. No hay vidas más importantes que otras, hay vidas bien o mal contadas. Hace muchos años conocí a la marquesa de Quintanar, Elena Escudero y Ohaco, mujer del marqués de Quintanar, dueño de Acción Española, uno de los más reaccionarios, y que fue la que pagó el avión de Sanjurjo para sumarse a la rebelión de Franco y viajó a Portugal a comprar armas. Luego Franco desterró a su marido a Mallorca. En fin, una vida de cuidado. En Planeta le encargaron unas memorias. Yo la había conocido y era divertidísima, contaba mil historias. Me he puesto a contar mi vida, decía, y lo que puedo contar no tiene el menor interés, así que llevo 16 páginas y no me da más. Tenía una buena vida, pero mal contada daba para 16 páginas.

P. Las cosas sólo le pasan a quien sabe contarlas, escribe Manuel Arroyo-Stephens en Pisando Ceniza.